Dianeth Pérez Arreola

Estoy de visita otra vez en Berlín, donde la temperatura es de varios grados bajo cero con sensación térmica aun más fría. La ciudad ya no tiene esos bellos colores ocres del otoño, y aunque el sol brilla, es incluso doloroso estar a la intemperie por más de quince minutos.

Por lo mismo, las actividades bajo techo son muy atractivas. Tuve la oportunidad de visitar el Museo Judío, donde me ha impresionado el “Jardín del Exilio”. Es un espacio exterior con 49 columnas de concreto que simbolizan el año de la fundación de Jerusalén. Una de las columnas está rellena de tierra traída desde esa ciudad. En lo alto de las columnas hay olivos plantados.

El suelo donde están las altas columnas no es horizontal, tiene una inclinación que da sentido al concepto del exilio: es difícil caminar por la pendiente, que representa empezar una nueva vida en otro país, mientras que la gravedad tira de nosotros simbolizando la tierra de donde venimos y nuestros lazos emocionales con nuestra patria.

Y para no extrañar tanto a México estando tan lejos, no hay mejor consuelo que la comida. En Gendarmenplatz, en pleno corazón de Berlín, está el restaurant Augustiner. El codillo de cerdo es un platillo típico e impresionante: un kilo de carne con un solo hueso servida sobre una cama de col. Es algo muy parecido a las carnitas y una desearía que viniera acompañado de tortillas y salsa. Nadie logra acabarse uno, por lo general se comparte y no es un platillo caro.

El restaurante elabora su propia cerveza, y hay varios tipos. Es un lugar muy acogedor, pero hay que tener cuidado con los carteristas. En diciembre pasado mi celular desapareció de la bolsa de mi chamarra mientras le hincaba el diente al famoso codillo. Larga vida a los seguros, nunca salga sin un seguro de viaje ni sin un seguro médico.

Continuando con los museos, la visita al Museo de las Comunicaciones fue algo dolorosa; no esperaba ver tras las vitrinas la consola Atari con la que jugaba en mi niñez, el modelo del primer teléfono que tuvimos en casa, el celular Nokia que tuve cuando estudiaba en Madrid y que me sacaron de la bolsa unos gitanos en el metro hace quince años, ni máquinas de escribir como las que usaba para hacer mis tareas en la secundaria. Salí de ahí sintiéndome historia viva.

Vaya viaje de vida que llevamos los cuarentones; el paso de análogo a digital, de los dibujos animados a la animación, de las máquinas de escribir a las computadoras, de los celulares a los teléfonos inteligentes, del correo tradicional al correo electrónico, de los walkmans a Spotify, de VHS y Beta a la televisión digital, de las voluminosas y pesadas televisiones a las pantallas planas, de la tragedia del transbordador Challenger a la exitosa puesta en órbita de un auto en el espacio. Pensándolo bien, es una fortuna ser testigo de estos cambios. ¿De qué nos maravillaremos en el futuro?

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