Ramón Álvarez

Su historia, como su origen, pudiera parecer muy simple. Tomás costó casi nada, pero ha dado mucho más, como mascota, como terapeuta y -cuentan- hasta como confidente.

A fuerza de verlo, durante casi ocho años, últimamente más seguido pues está a la bajada de las escaleras de casa, sé cómo Tomás anda de animoso (así se llama gracias a un niño artista, pero esa es otra historia).

Su vida pudiera parecer rutinaria, pero, para ser un simple pecesito de Walmart, ha sido intensa, casi, casi desde su nacimiento.

Fue escogido entre muchos más, gracias a su simpática curiosidad que lo distinguió del resto. “Mirón”, de ojos saltones y color negro, porque alguna vez fue completamente negro. A diferencia de sus compañeritos de pecera, él parecía olisquear a través del vidrio a quienes lo veían. Así fue como entró a la red que lo traería a su nueva casa, por cierto, mucho más espaciosa que donde vivía. Apenas 99 centavos de dólar, de aquellos de 13 pesos, Tomás, junto con otros seis más, dejó de ser un pez gringo y demostró que también puede existir el sueño mexicano, pues a partir de ese entonces, estaba destinado a no volver a cruzar a la tierra de Donald… y no el de Disney.

En su traslado a casa, con bolsa en mano con él y sus camaradas, pisando el acelerador más allá de las 35 millas permitidas, una patrulla, que siempre dan miedo cuando ves multa a la vista, pero mucho más sí es del otro lado, encendió la sirena. Sólo faltó el “oríllese a la orilla”, pero allá es el primer mundo. Desde ahí Tomacito y su pandilla evidenciaron que habían nacido con ángel. Al explicarle al oficial que la prisa obedecía a que los peces venían desde lejos y tenían tiempo de vida de máximo 40 minutos, se sorprendió y con un escueto, “váyase con cuidado”, los dejó ir y a mí me salvó de pagar los 300 dólares de la multa por exceso de velocidad, que después padecí por no aprender esa lección.

Tomacito llegó a su nuevo hogar. Instalados en la oficina de una redacción, en todo ese tiempo conocieron y hasta cautivaron a estrellas y mortales. El mismo José José, quedó prendado con la pecera, que aseguró, relaja de solo verla. José Manuel Figueroa, Carmen Salinas, y hasta en su momento El Príncipe José José aceptaron, cayeron ante los encantos de todos pero indiscutiblemente más del bullanguero Tomás que siempre, literalmente, buscaba más que el resto los reflectores de la atención. Compañeros de todos niveles del trabajo llegaban para sentarse y tomarse junto a ellos una una bocanada de paz, tan necesaria cuando la adrenalina laboral está a tope.

La vida de este gold fish, ha transcurrido desde entonces, apaciblemente en sus ya 90 meses de existencia. Como el cuento de El patito feo, a partir del quinto año, comenzó a mudar de la panza para arriba. De su piel de color negro y muy serio, pasó a un llamativo color más naranja, casi tan escandaloso como el de una mandarina. Los de la tienda dijeron que por la comida. Cuando repliqué que siempre había comido la misma y que su color había comenzado a cambiar de la nada, justificaron que entonces había sido por una alga en el agua. Hay que creerles; ellos, son los expertos.

En casi ocho años, Tomás ha pasado por todo, desde miradas voraces de quienes lo vieron crecer y saborearse con un “ya está bueno para ceviche”, hasta caídas al piso por resistirse a salir de su segundo hogar y sofocos inesperados por quedarse sin bomba de oxigeno. Todo ha superado, hasta que uno a uno fuera yéndose toda su pandilla y amanecieran en los rincones de la pecera para acabar de abono en alguna planta de la redacción. Tomás comenzó a darse cuenta que estar solo no era tan malo, y más cuando sabe que es apreciado por su amo.

Hace tres meses llegó, por contingencias laborales que son ya historia, a su nuevo hogar. Transportado en un balde en medio de un operativo como una toda una estrella, fue instalado provisionalmente en el área del comedor, una de las más transitadas y a la vista de quien llega. En parte porque era el sitio más fácil para acomodarlo y también para que no se sintiera olvidado.

La decisión y su nuevo hogar le han gustado evidentemente. De ser el pez apacible en que se había convertido con la madurez, ha regresado a una adolescencia de moverse a sus anchas. Corre -o más bien nada- con todo entusiasmo por toda la pecera de arriba a abajo y de lado a lado, a veces despacito y otras casi casi hasta maromas haciendo. Hasta Manola, la reina indiscutible de casa con sus orejas de antena y mirada celosa -que no recibió al nuevo inquilino en muy buenos términos- al final sucumbió y ahora hasta se le queda viendo. Incesante, bailotea, chismoso como en sus tiempos mozos.

Ese es Tomás, un pez como miles que te miran cuando andas en el mercado y que en cualquier segundo te decides y sin imaginarlo siquiera le agregan color a tu vida.

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