El puente fronterizo Rodolfo Robles se ha convertido en un campo de refugiados. “Ha sido una noche dura, hizo mucho frío, pero espero que ya pronto nos dejen pasar”, dice Alba Soriana, de 26 años, mientras se acerca a una camioneta para recibir agua y comida a primera hora del sábado. Los voluntarios guatemaltecos sirven tortillas de maíz, frijoles y arroz en pequeños platos de unicel. El grueso de la caravana de migrantes hondureños durmió sobre el pavimento, en casas de campaña improvisadas, recostados en sábanas y cobijas que los resguardan de la lluvia por la noche y del intenso sol por la mañana.

El paso fronterizo, uno de los dos que conectan a Tecún Umán con Ciudad Hidalgo en México, está completamente colapsado. Es un barrio que respira el ambiente de la caravana: los niños juegan al fútbol, los bebés gatean entre las lonas de plástico y los adultos matan el tiempo bajo la casa que han erigido junto a un letrero de migración. Se venden cigarros, agua, paletas de hielo. El calor y la humedad sobre el río Suchiate han arreciado y son sofocantes. Los inmigrantes han organizado tres cordones de paso para controlar el flujo hacia la aduana de México. Y aunque las solicitudes de refugio y de tránsito avanzan a paso lento, la desesperación es palpable. “No vemos resultados”, reclama Lobo Hernández, mientras custodia uno de los cercos.

“Tenemos que estar al tiro [atentos], porque la gente sigue llegando, la gente tiene miedo, no quieren que les pase nada a sus niños”, explica Germán Pavón, de 30 años, poco después de recibir la llamada de dos primos y de otros amigos más que ya cruzaron hacia Guatemala y que ya se enfilan hacia México. Las cifras de migrantes hondureños y centroamericanos que se suman a la caravana fluctúan entre las 4 mil y 10 mil personas.

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