Ricardo es médico residente en un hospital con dos plantas clausuradas, grietas en el suelo y paredes resquebrajadas. El estacionamiento de la oficina de Ana está completamente cuarteado y sus compañeros han llegado a ir a trabajar con casco.

En el estudio de Gaby los muros están desvencijados y ella cree que con el simple paso de un camión pueden venirse abajo. Mientras que el club deportivo de Fernando, ahora agrietado, volvió a funcionar 17 horas después del terremoto, como si nada hubiera pasado. Así cumplieron con su lema: abierto los 365 días del año.

Ricardo, Ana, Gaby y Fernando –prefieren no aparecer con su verdadero nombre por miedo a represalias de sus empleadores- han tenido que regresar al trabajo acompañados del pánico. Temen las réplicas del terremoto de 7,1 que el martes sacudió el centro de México y que ha dejado más de 300 muertos y cerca de 4 mil edificios dañados. Viven pendientes de la alarma sísmica, enfundados en el miedo y en estado de alerta ante cualquier movimiento que se asemeje a un sismo. Muchos de los inmuebles afectados han sido declarados como seguros, pero la desconfianza reina en ellos.

“¿Volvió a temblar? En serio lo pregunto, ¿ha temblado?”, dice alterada Verónica a cada rato. Trabaja junto a Ricardo en el hospital de la Mujer, al norte de la Ciudad de México, uno de los afectados. Dos pisos están clausurados, algunas citas han sido reagendadas y sostienen que a algunos pacientes se les ha dado el alta ante la falta de espacio. “Resulta muy triste ver como madres, a las que se les practicó una cesárea y que debían quedarse dos o tres días en el hospital, se tienen que marchar cinco horas después de la operación”, señala Ricardo.

ElPaís.es

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