Ramón Álvarez

El hambre y las enfermedades no es lo más difícil que padecen los migrantes y deportados en Mexicali.

Lo peor acepta, un mexicano, es sufrir el rechazo y discriminación de sus propios paisanos.

Gente entra y sale de una farmacia, ahí, José García pasa horas y días desde hace casi un año, sin más compañía que Campesino, un perro callejero, que sacó de la orfandad y ahora es su único amigo en tierra extraña a la que llegó buscando el sueño americano.

“Quería cruzar al otro lado pero no se pudo…lo intentamos dos veces”, relata mientras le soba la oreja al can.

“Me vine con mi esposa y mis tres hijos pues nos dijeron que en Estados Unidos se recogen los dólares a carretadas”.

Hoy, solo, sin techo, con diabetes, males hepáticos y aquejado por la tristeza, que también acepta, lo ha maltrechado, acaricia a quien se ha convertido en su confidente en estas tierras y que como él, sobrevive literalmente con el hambre untada a las costillas.

No hay día -dice- desde que se quedó solo, que no recuerde a José, Porfirio y Karla, de 14, 9 y 5 años, sus tres hijos quienes junto con su esposa, se devolvieron a su natal Yahuaca, en la planicie zacatecana, “a un ladito de donde nació Antonio Aguilar”, tras dos intentos fallidos por cruzar al otro lado. Eso fue hace poco más de siete meses. Desde entonces su rutina es sobrevivir el día.

“Los extraño mucho, pero el orgullo y vergüenza de sentirme derrotado es lo que no me deja volver con ellos”.

Con mirada perdida a las luces de una camioneta que se ha estacionado enfrente, y que pareciera quisiera sacarlo de su penumbra, José platica su nueva existencia.

Piensa, que la falta de higiene lo hace verse envejecido prematuramente:

Las manos y rostro curtido de tierra, ajado de arrugas a sus 51 años acepta que le pesan los años: “Desde que llegué aquí no se lo que es un baño con regadera”, relata mientras sigue acaricia la oreja a su escudero urbano, que acurrucado sobrelleva también su vida a su manera. Una cliente acaba de salir de la farmacia ubicada en Justo Sierra y Aviación, se acerca y le regala una Coca-Cola. “Cuida a Flaco”, le advierte con voz amistosa.

“Ella así le dice así a mi perro aunque ya le he dicho que se llama Campesino“. Con sonrisa desdentada, -la primera que aflora entre la tierra que cubre su rostro, recuerda cómo coincidió con su hoy camarada:

“Lo encontré chiquito, como de dos meses, caminando con sed y hambre aquí por la Uruguay, lo tomé y ya no nos separamos”.

Discriminados por todos lados…

“Como en todas partes -asegura- hay gente buena y otra no tanto”. Hoy sobrevive barriendo banquetas y haciendo labores de limpieza en la farmacia donde los empleados de su propio dinero, le dan “para irla llevando”.

“He pedido trabajo en obras y casas, pero los mismos albañiles o los dueños te echan piedras o te corren”.

“Mucha gente por verte sucio, te dice que va a echarte la patrulla cuando llego a pedirles trabajo”.
Su casa en Mexicali, ahora es una cobija vieja y el rincón donde lo alcanza la noche.

“Es poca la gente que te ayuda, algunos te dan comida, otros alguna moneda, pero casi nadie quiere darte trabajo porque te ven sucio.”

Esa es la realidad de José, la misma de muchos migrantes que hoy pululan en las calles de Mexicali, una tierra paradojicamente fundada por migrantes.

La noche ha comenzado a iluminar la Justo Sierra, los carros pasan veloces como ráfagas. Luces y cláxones dan más vitalidad a la vida nocturna de la Justo Sierra. José acaricia a Campesino, acepta que su mayor ilusión es volver a ver a sus hijos… sólo espera animarse a vencer el miedo la vergüenza.

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