Felipe Cobián Rosales

San Juan de los Lagos. Aunque Enrique Alfaro minimiza la generalizada inseguridad y niega clandestinos retenes de la delincuencia organizada en la zona Norte de Jalisco, donde fueron víctimas los prelados de Zacatecas, Sigifredo Noriega Barceló y el tapatío, cardenal José Francisco Robles Ortega, los hechos existieron, no fueron inventados como lo interpretó el ejecutivo.

Peor aún le fue en los Altos de Jalisco a monseñor Rafael Sandoval Sandoval, titular del Obispado de Autlán.

Sandoval Sandoval sufrió un asalto a mano armada y una especie de secuestro exprés en que le quitaron su vehículo, su celular, su cruz pectoral y su anillo. Lo abandonaron en una brecha desconocida.

Cuando un día de junio al atardecer el sol aún iluminaba todo, el mitrado conducía solo sobre la carretera San Juan de los Lagos-Encarnación de Díaz, rumbo a la ciudad de Aguascalientes donde tenía un acto litúrgico organizado por parientes suyos, un tráiler le obstruyó el paso. Tuvo que hacer alto total. En el acto se le emparejó una camioneta con varios sujetos armados a bordo que le apuntaban.

Luego le pusieron un cañón en la sien. Él, asustado, pero sin perder la calma, se identificó perfectamente. No le hicieron caso. Lo obligaron a dejar el volante, a recorrerse y postrarse en el piso de su unidad, una 4X4 que acostumbra manejar él mismo y sin acompañante.

Luego arrancaron por la misma carretera y después se introdujeron unos cinco kilómetros en una brecha desconocida. Ahí lo abandonaron.

“Dios les perdone”, les dijo a los malhechores y les dio su bendición. Arrancaron a toda velocidad y desaparecieron entre a polvareda. Don Rafael Sandoval siguió el camino en el que lo dejaron y más adelante dio con una comunidad.

Tocó la primera puerta que encontró. Apareció una mujer. Le dijo quién era él y lo que le había sucedido. Le pidió si podía hablar por teléfono, que le urgía porque tenía un compromiso en Aguascalientes y podría no llegar a tiempo. La susodicha nada le creyó. “Mejor vaya a la capilla, al templo, está ahí adelante. A la mejor allí le pueden prestar el teléfono”.

Ya en la iglesia no encontró al sacerdote que suele atenderla, pero estaba un diácono. Tampoco le creía lo que le decía el obispo, pero finalmente se convenció tras varios datos que le aportó y pudo hacer algunas llamadas.

El auxilio no tardó mucho tiempo en llegar, pues no estaba ya tan lejos de su destino.

Lo anterior es el resumen aproximado de lo que el mismo pastor católico narró en el tercer miércoles de junio a buen número de sacerdotes de su grey en la acostumbrada reunión mensual.

Incluso les comentó que sería la única vez que hablaría sobre el tema por el trauma que le causó, pues no sabía si viviría o moriría.

Este suceso, del que el prelado no precisó la fecha, tuvo lugar, ciertamente, antes del asesinato en Cerocahui, Chihuahua, de los dos jesuitas -Joaquín César Mora Salazar y Javier Campos Morales y del guía de turistas, Pedro Eliodoro Palma Gutiérrez-. Por cierto, Sandoval Sandoval, fue obispo de la Tarahumara hasta febrero de 2016, cuando fue preconizado por el Papa Francisco como titular de la diócesis de Autlán.

Por fortuna, la retención del obispo de Zacatecas Sigifredo Noriega y el cardenal Robles Ortega en los retenes del narcotráfico en el norte jalisciense, no tuvieron mayores consecuencias, aunque sí fue más grave lo ocurrido al de Autlán.

Ahora únicamente falta que nuestras autoridades digan que no es cierto porque no hay una denuncia judicial cuando ya nadie se sabe seguro de denunciar, pues no pocos se piensan dos o más veces de ir a hacerlo porque no hay, en ocasiones, seguridad de en dónde empieza y termina la justicia o dónde empieza y termina la delincuencia.

De lo que sí estamos ciertos es de que el triple asesinato ocurrido en la comunidad rarámuri vino a ser, hoy por hoy, un parteaguas y el clamor de que tengamos todos mayor seguridad y menos impunidad, seguirá incrementándose ante el ya clásico de que “no alcanzan los abrazos para tantos balazos de los jesuitas. O lo del Episcopado Mexicano de que “nuestro México está salpicado de sangre de tantos muertos y desaparecidos”, entre ellos 27 sacerdotes, incluidos los padres jesuitas.

Lo que hoy en día sí se percibe, y bien, es que la sociedad entera sí está, parafraseando al Presidente, “apergollada”, pero por la inseguridad.

Y ojalá que Alfaro no vuelva a reclamar que antes de hacer las denuncias mediáticas, cual es nuestro cometido, no regañe como lo hizo con el Cardenal y pida que se haga denuncia formal. Esa no es nuestra función. Y que quede claro.

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