EL PAÍS

México enfila en los próximos días la previsible crecida del coronavirus. Después de tres semanas de mensajes de calma y medidas de contención, el miércoles y jueves se registraron los dos primeros fallecimientos. La primera víctima fue un hombre de 41 años con problemas diabéticos que ingresó por una neumonía al área de urgencias del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER), un hospital de alta especialidad al sur de Ciudad de México que será uno de los cuatro centros de referencia para una crisis que de momento suma 203 contagiados, de los cuales el 8% está hospitalizado y solo cuatro personas son tratadas por cuadros muy graves.

El país encara la peor fase del contagio, un periodo de al menos 12 semanas, con un laberíntico sistema de salud erosionado por recortes, desabasto de medicinas, déficit de personal sanitario e infraestructura escasa.

Los 125 millones de mexicanos viven bajo un paraguas de salud con forma de rompecabezas. Existen tres niveles de atención en centros públicos y privados. Pero solo la pata pública incluye a su vez nueve diferentes cabezas de la seguridad social por los que se reparte la población según dónde, cómo y para quién trabaje.

Este conjunto de galaxias, criticado por ineficiente por numerosos organismos internacionales, cuenta con 121 mil 400 camas de hospital, según cifras de la Secretaría de Salud. Esto es 97 camas por cada 100 mil 000 habitantes. Este promedio está entre los más bajos de los socios de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), por debajo de Sudáfrica o Colombia.

En el club de países desarrollados, México es también de los que menos gasta en salud. Apenas un 5% del PIB, solo por encima de Turquía o Estonia y por debajo de Chile o Brasil.

El avance exponencial de la pandemia ha sido respondido con una catarata de medidas por parte de los países más afectados. En Europa, actual foco de la enfermedad, tardaron en despertar de un cierto optimismo inicial, pero tras el estallido se sucedieron los cierres de fronteras y las declaraciones formales de emergencia. Países latinoamericanos como Argentina, Colombia o Brasil también han impuesto acciones de cuarentena y han restringido el movimiento exterior. Mientras en China, origen del virus, se instalaron rápidamente las estrictas temporadas de confinamiento de la población y suspensión comercios, transportes y practicante cualquier actividad.

En México, sin embargo, las autoridades han optado por alargar la paciencia. Parapetados en su experiencia previa durante la influenza AH1N1 de 2009, el Gobierno de López Obrador ha optado por la calma y una subordinación de la respuesta política al seguimiento literal de las recomendaciones científicas.

Hasta este viernes, el protocolo se limitaba a meras recomendaciones de guardar la “sana distancia” y evitar aglomeraciones. De hecho, la declaración formal de la emergencia no llegó hasta el jueves, con la convocatoria del Consejo de Salubridad General (CGS), un órgano controlado por el presidente que se erige en autoridad sanitaria en casos excepcionales.

Han pasado tres semanas desde que, el 28 de febrero, se confirmó el primer caso en el país, y una semana desde que la OMS declaró la crisis como pandemia. Algo que ha despertado críticas entre los especialistas: “Es un desfase temporal muy amplio que no se corresponde con las guías de la OMS sobre cuándo hay que detonar la alerta”, apunta David Sánchez Mejía, abogado especialistas en derecho de la salud por la Loyola University de Chicago

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