Alma Delia Murillo

Antes de cumplir seis años ya sabía leer, escribir, sumar y restar; ya sabía de la dureza de la existencia, ya sentía vergüenza de ser quien era, ya comprendía la pobreza.

Mis hermanos estaban todos fuera, al mayor mi mamá había logrado meterlo al Colegio Militar; los otros cuatro estudiaban en un internado. Mi hermana mayor se reponía de las quemaduras en un hospital.

Quedábamos Paz y yo, ella estudiaba segundo de primaria y a mí me mandaban con ella de oyente, mi hermana tenía ocho años y yo todavía no cumplía los seis.

Eran días extraños, andábamos por ahí un poco inconscientes, un poco asustadas, muy solas. Visitábamos a nuestros amigos que vivían a un par de casas, también solos, también hijos de la disfuncionalidad, milagrosamente vivos; nos divertíamos persiguiendo ratas, haciendo pasteles de lodo y comiendo cualquier cosa, la comida que mi madre dejaba algunas veces, otras sólo galletas que comprábamos en una tiendita calamitosa.

Teníamos un vecino de alrededor de veinte años, Mariano.

No sé de dónde salió, pero mi familia lo acogió de inmediato porque tenía una temblorina rara y cojeaba; como puede adivinarse, todo desvalido era bienvenido entre nosotros porque nos recordaba que no éramos los únicos.

Mariano decía que yo era su novia y a todo el mundo le hacía gracia la broma, no a mí. Una mañana amanecí con tal infección en la garganta y fiebre que no pude acompañar a mi hermana a la escuela, me quedé sola en casa porque mi madre no podía faltar al trabajo —un día sin salario era una verdadera crisis para una mujer que mantenía sola a ocho hijos.

Recuerdo mi cuerpo delgado de casi seis años, llevaba unos shorts azul marino y un suéter del mismo color, alguna de las tías caritativas que le regalaba ropa a mi mamá debió heredármelos; estaba en la cama viendo caricaturas en una televisión blanco y negro que habíamos sacado no sé de dónde, recuerdo la sensación de la fiebre, tenía calor y frío, temblaba; llevaba unos zapatos blancos de charol —también regalados— que me apretaban, el alma caritativa debió calzar de un número menor al mío.

Mariano apareció de la nada y cerró la puerta, se veía muy nervioso, temblaba más que de costumbre, se sentó en la cama junto a mí y me dijo que mis piernas eran muy bonitas, casi tan bonitas como mis ojotes negros. Yo sabía que algo estaba mal, de inmediato traté de levantarme de la cama pero él me lo impidió, me abrazó fuerte y dijo que yo era su novia, me preguntó insistentemente si lo quería; traté de escapar, grité, sentía la fiebre, a Mariano, los pies punzantes por los zapatos apretados, escuchaba las caricaturas en la tele, su respiración pesada, me dolían la cabeza y los huesos, el alma. Me concentraba en el dolor por los zapatos. Fue todo muy rápido, él estaba muy excitado, en un par de minutos eyaculó y salió corriendo.

Me quedé sentada en la cama, inerte, zombi. Después de un rato me levanté y me bañé, hacía todo en automático, como si me hubieran desconectado, como si estuviera ahí pero muerta.

Cuando regresó mi mamá yo ardía en fiebre, vomitaba y tenía la garganta completamente cerrada, afónica como nunca, sin voz.

Odié a Mariano con el odio de una legión entera, odié a mi madre por estar ausente, me odié a mí misma por ser capaz de entender lo que había pasado y no poder autoengañarme. Odié a mi padre porque no estuvo ahí para cuidarme. Odio profundo, odio ácido, odio gigante en mi alma de seis años. Odio y miedo, rabia y resentimiento descomunales pero ni una palabra. Aprendí a proteger con el silencio, intuí que hablar lo dinamitaría todo.

Así sellé mi trágico romance con el miedo, pacté con sangre. Miedo de estar sola, miedo de lo masculino, miedo de mí.

Y en un abrir y cerrar de ojos  me hice adulta, y luego, como la vida es cabrona pero también es buena, me hice escritora; y aprendí a nombrar cada cosa, a masticar cada palabra y, sobre todo, a mirar la condición humana.

Años de vivir y de atreverse a mirar y de atreverse a nombrar; lecciones duras para reconciliarse con el deseo, sentarse a la mesa entre luces y tinieblas un día sí y otro también. Saber, cuando escucho a otras mujeres, que se necesita mucho temple para no entregarse al resentimiento como único camino, que llevar estas historias a cuesta y sonreír es quizá el único trofeo por haber peleado esa guerra, en muchos casos es seguir peleándola.

Pensar en los zapatos que me apretaban fue la salida que encontró mi psique infantil, tal vez por eso ahora los zapatos de las ya incontables mujeres violadas y desaparecidas me perturban de un modo escalofriante. ¿Cuál será el símbolo, qué ancla habrá elegido la psique de tantas otras mujeres?

Fuimos niñas y alguna vez creímos en la magia, duró apenas nada, pero hubo un tiempo. Diamantina brillante, luces mágicas, mundos de colores.

¿Cómo se atreve, el títere político de turno, a decir que nombrar el abuso histórico, presente y brutal, es una “provocación”?

Sonrisas. Lápiz labial. Faldas. Tacones. Diamantina. Provocaciones puras y duras.

¿Cómo vamos a reparar todo lo que se ha roto si luego de pelear mil batallas, se espera que las heridas de guerra sean al mismo tiempo la parte civilizada, silenciosa y protocolaria que le pide permiso al mundo para hablar de su dolor?

¿Cómo vamos a reparar todo lo que está roto?

@AlmaDeliaMC

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